martes, 12 de julio de 2016

De redentores, condenados y granujas de Samir el Ghoul.- Narración finalista en la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.


De redentores, condenados y granujas.
Samir el Ghoul

Narración finalista en la XXV edición del Premio de Relatos Cortos del Ateneo de Sanlúcar.



Necesité una buena hora de tren desde Brusantaqui para llegar a Rixenaquil, aldea anclada en pleno corazón del medio de la nada. En el único andén de la estación me recibía un desconocido, verdadera escultura humana de dos metros de altura; se trataba de un caballero del absurdo, y fue por su propia boca e iniciativa que ese curioso detalle de tinte sectario saldría a la luz en una de mis visitas ulteriores.

Ya durante la caminata hacia su guarida nuestra relación se instauraba rápida y exitosa. Dejamos de lado todo preludio, me invitó a pasar, fuimos directo al grano y nos instalamos en el comedor para disponer de espacio suficiente y esparcir los documentos sobre la mesa. Litros de café goteaban de una máquina vetusta y abusada, único testigo aparente de la historia de su extraño dueño, mientras yo organizaba las conclusiones, pruebas y otras tantas letanías que Dorotea acababa de enviar a los involucrados.

La audiencia, una de tantas, iba a tener lugar ante la corte en menos de un mes. Del contenido de los documentos ya tenía cierta idea, pero para replicar frente a los jueces sería precisamente mi anfitrión de estreno quien me ayudaría a afinar mi lectura del texto, íntegramente escrito en la lengua vernácula de la Comuna de Hipocritania.

Otrora traductor, el caballero era hijo único de muleros sin educación. Muy a su pesar, había aprendido el hipocritanés a la perfección en un gesto evidente de pragmatismo total, para así lograr salir más o menos airoso de las tantas discordias sociales y lingüísticas de la Comuna a la que la vida lo había confinado. Desde niño su cotidiano había consistido en devorar libros y en hacer lo necesario para no caer en el mismo charco del que sus padres jamás habían salido. Llevaba jubilado un par de años, el dinero no le interesaba, y supe más tarde que publicaba ocasionalmente para la revista mensual del Colegio de Patafísica bajo el seudónimo de La Clota Zita-Py.

Habían pasado casi tres años de iniciada la querella legal entre mi persona –me llamo Leocadia Engulash, mucho gusto– y Urbain Grandier; de repente decía él querer ejercer sus derechos de paternidad sobre Minimalina, nuestra única hija, ella y yo expatriadas años atrás de mutuo acuerdo, homologado a la ligera y pese a sus inconsistencias por Marturbio. 

Para bien y para mal, la corte de Hipocritania se declaraba competente para tratar lo referente a Minimalina, y así, Dorotea y apoderado sacaban gran ventaja por su dominio total del idioma nativo, mientras que el caballero del absurdo y yo lográbamos arremeter in situ, carcomidos por la incertidumbre, pero con la verdad a favor. Y sin embargo esa verdad nos era como un objeto de lujo, obsoleto, caduco. Para nuestra contraparte hipocritanesa era una amenaza constante que no hacía sino azuzar su violencia hasta el delirio. Para nosotros, los no tan blancos y justamente por no tan blancos, era latente la posibilidad de que se evaporase y escurriese por las grietas de convenios internacionales existentes, raramente practicados en casos no relacionados con el secuestro transfronterizo de menores, sino que más bien estaban vinculados al ego y a las maniobras legales de un padre que se acordaba de sus derechos justo cuando alguien le hablaba de sus deberes, olvidados todos desde el instante mismo en el que puso a su hija en el avión. Caso un tanto ordinario, sí, surgido innecesariamente del virtuoso tejemaneje de Urbain para evadir el ejercicio de sus obligaciones, y agravado dramáticamente con su prosa siempre coherente, verosímil, fantásticamente nutrida de su Shakespeare, de su Molière, de su depravación y obsesividad, por tanto útil tan solo para divertirse envenenando su entorno. Resolverlo por la vía legal implicaba la confrontación de dos jurisdicciones geográfica y culturalmente adversas e irreconciliables, que no compartían sino un convenio sin alma firmado por más de medio planeta años atrás.

Pese a que la rectitud política ya había ganado gran rating por doquier, Dorotea y Urbain Grandier trajeron cuchillo de herrero a casa de herrero, evocando insistentemente la ralea de mis antepasados con el ánimo de golpear fuerte la psique de quienes más tarde emitirían el fallo, pues entre herreros… Marturbio a la cabeza, la ratificación tan demorada de la competencia internacional de la corte de Hipocritania, que inicialmente Dorotea y Urbain tanto temían pues aquello les suponía tener al sayón a la vuelta de la esquina, se transformó entonces en el debut de procesos legales oscuros y sobre todo eternos, durante los cuales el abanico que de un buen soplo barre con lo políticamente correcto se abría ipso-facto: «… Que la turca de la señora Leocadia Engulash y su turca familia» esto y lo otro; «… que el mercado negro y el comercio informal del país tercermundista de la turca de la señora Leocadia Engulash», esto, lo otro y lo de más acá… Con tal de ganar el caso, todo recurso y patraña parecían válidos para Urbain. Era como si se hubiese puesto a hurgar en la fosa común de los argumentos, hasta que ésta acabó por abrirse, su hedor humano nos regó encima a todos y, dictada la primera sentencia fuertemente influenciada por la brillantísima y atinada verborrea de Urbain, nos quedó bien claro que en Hipocritania la justicia había sido concebida por blancos con el único fin de que solo los no tan blancos cumpliésemos con ella a carta cabal.

Dorotea era uno de esos seres sin rostro, sin color, sin aura, zombificado y atragantado con su propia pequeñez. Condenado y triste ser. Venía de un caserío aledaño a Brusantaqui, sin rastro ninguno de paso de migrantes, insípido igual que ella; era primeriza no solo en las cortes, pues se estaba estrenando como madre, o sea que, de haberse puesto un segundo en mis zapatos hubiese dado por terminada la relación con su cliente de un buen mazazo en la cabeza; sin embargo, gracias al ingenio de Urbain lograba sostenerse sobre los rieles de un litigio cuya causa defendía mecánicamente y como por inercia. O por dinero. Mucho. Él dictaba, ella avalaba. La ecuación quedaba ya clara a tales alturas del camino. Él ya estaba de regreso cuando apenas ella iba, sin nunca caer en la cuenta de cómo su rol, en principio conciliador, se había reducido gradualmente hasta quedar para la posteridad como una simple firmante. Nunca se atrevió a mirarme directo a los ojos durante las audiencias, y mucho menos en la última, a la que llegó con una descomunal panza, a poco de parir. Algo le habrá removido en su conciencia el embarazo, asumo.

En Rixenaquil, absorto bajo la típica inmensa nube de café que su cafetera vetusta y cómplice emanaba, el que generosamente había aceptado reconectarse con lo irreal para tenderme la mano, leía, traducía, se fruncía o soltaba alguna carcajada seca cortada por el sarcasmo y la burla; en cuanto a mi persona, pese al vértigo que la lectura minuciosa de la prosa de Urbain me producía, lograba mantenerme más o menos firme. Lo único que en algo alivianaba mi carga era la constatación directa de la humanidad del caballero del absurdo, humanidad que me mostró un infierno en muy alta resolución, y humanidad que me ayudó a salir poco a poco de él.

En pleno corazón del mismo medio de la misma nada nuestras citas se sucedieron, siempre recluidos en su guarida, oasis, refugio, fortín o como se desee imaginar el cuadro, hasta el día en que nos llegó la tan temida notificación de que, irremediablemente, Minimalina tendría que cruzar el mar Pónico para rendir indagatoria.

Alta tensión cuando a la tarima subió mi dulce niña de trenzas rubicundas, impelida por la justicia a proferir la verdad y nada más que la verdad; a cada paso suyo veíamos su rostro transfigurarse, y quien finalmente se encontró cara a cara con los jueces resultó un ser de infinita e inesperada elocuencia, roído ya no por el temor sino por el hastío y la ira, bien dispuesto a denunciar el horror. De mi pobre Minimalina, que cuando le daba la buena gana por niña autista se hacía pasar, ni Marturbio ni ningún otro juez obtuvo la más mínima declaración, o mejor dicho, ninguna de aquellas declaraciones babosas y sin médula que apenas sirven para engrosar y subsanar expedientes desde siempre inertes. Y como si más bien la hubiesen subido a un rin, la muy insolente no tardaría en esparcir su poquito de donosura y en aventar un buen par de gracias, chicle en boca.

-Nombres completos, mijita.

-Tanta payasada, jueza Marturbio... 

?¿Nos cuentas algo de tu vida en el Sur?

-¿Qué? ¿Preocupada por mi bienestar? Si no fuese por su falta de nariz, y por ése que se dice mi padre, me la pasaría bomba en el Sur con mi mamá.

Tanto Marturbio como su séquito de jueces presentes, quienes pese a la longevidad de la querella no habían hecho hasta ese momento más que preocuparse por un supuesto dilema en torno a los límites de su propia competencia internacional –«que competentes somos, que no somos, que a lo mejor sí que lo somos para ciertos aspectos pero para otros, dado el desplazamiento de la menor y su nueva situación geográfica, por lo visto, no»–, además de ver a Minimalina como un objeto fácilmente divisible entre dos dueños, abrieron bien grande los ojos y se hundieron estupefactos en sus respectivos estrados. Mi hija adolescente y rebelde, detallitos de los que me percaté por primera vez con lo sucedido segundos antes, no parecía precisamente dispuesta a colaborarles, y con una destreza que erizaría a cualquiera se mantuvo tangente.

–Que todo acuerdo de matrimonio, dicen, no digo yo, debería redactarse como si se tratase del arriendo de una casa… por un año, por dos o incluso tres, si se quiere… ¡Y que luego todo quede automáticamente anulado! ¡Anule entonces de su agenda todo lo que tenga que ver conmigo, y que cada cual se vaya para su casa!

Algo le susurró al oído Marturbio al procurador general de la Comuna, que no sé qué diablos hacía allí. Ni ella ni ninguno de los del séquito se atrevieron a seguir con el interrogatorio. Solo tomaron un par de notas mientras Minimalina, con ojos de pantera y ceja alzada, les clavaba la mirada.

-¿Ahora sí ya me puedo ir?, que mi mamá y yo estamos con jetlag.

Dicho todo lo anterior, yo, complacida, apaciguada, estupefacta, agradecida, esperanzada y reconfortada con la suculenta movida de la joven declarante, logré apenas quitarle los ojos al cuadro tan pimentado y volteé hacia el caballero del absurdo, que había permanecido de pie, fantasmagórico, espalda contra el muro, lo más alejado posible del conciliábulo de jueces. Su obstinación inicial en no incorporarse a la manada de acusados y acusadores se sumaba ahora a su sonrisa victoriosa, apenas dibujada y no obstante visible. Pero su mirada me dejaba entrever que todo él acababa de ser succionado nueva y enteramente por su añorada dimensión de silencio, de la que yo lo había sacado; a ella volvía. Entre el runrún de los jueces que no lograban disimular su turbación y los crujidos de expedientes manipulados, vi como él iba girando cuidadosamente la manija del gran portón de salida para esfumarse desapercibido. 

Dos días después del improvisado e histórico despliegue de solidaridad por parte de mi Minimalina cruzamos juntas el mar Pónico, hacia el Sur, a esperar la siguiente arremetida del granuja de Grandier. 

Al caballero del absurdo le envié mensajes de agradecimiento. Un par de cartas me fueron retornadas; supuestamente el destinatario ya no vivía en la dirección indicada. Hasta la fecha, la revista mensual del Colegio de Patafísica no ha vuelto a publicar a La Clota Zita-Py. 

Ni Grandier ha arremetido, aunque sé que en cualquier momento lo hará; se lo leí en la cara a la salida de la corte, mientras Minimalina le seguía dando a su chicle, y mientras los jueces de la Comuna de Hipocritania seguían con su atónito runrún.


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